miércoles, 26 de octubre de 2011

Vilanos y hojas secas

Aquella mujer se llamaba Inmaculada y era la mujer del médico. Vivían en una casa un poco apartada del pueblo, al lado de una montaña hecha de grandes bancales verdes y piedras en línea. Crecía el cesped verde en ellas. Una tarde mi tía me mandó a su casa a que me lavaran la cabeza. Las paredes estaban llenas de desconchones, muy pocos muebles. Ella se sorprendió al verme llegar, me sacudió un poco la camiseta y me hizo pasar adentro. Yo tenía el pelo largo entonces, recogido siempre en una coleta que me tensaba la cabeza y me hacía daño. Ella me quitó la goma y me sentó en una silla con orejas. Me esparció champú de huevo por el cráneo como si fuera crema, dulcemente. Recuerdo que me frotó detrás de las orejas. Ella tenía tres hijos, a la mayor la llamaban Inmilla porque era retrasada y no recordaba bien mi nombre, tan largo. Por fuera parecía una niña normal pero no sabía mantener el equilibrio y tenía el blanco de los ojos un poco extraño, como sólido. Su madre me lavó la cabeza y me la enjuagó con ternura. Luego me desenredó alisándome el pelo hacia atrás. Me preguntaba cosas y yo hablaba sin parar de mis padres y de mi vida en Granada, de mi colegio y el camino que hacía todas las mañanas haciendo agujeros en el suelo con un paraguas grande. De mis amigas y de las primas que vivían en el piso de al lado. Ella era rubia, tenía ondas en el pelo y los labios pintados de rojo. Tenía un lunar cerca del labio, como las actrices. Abraham era su hijo pequeño, empezó a llorar al cabo de un rato. Tenía que marcharme ya y no sabía si pagarle, o darle las gracias, o darle un beso en la mejilla y ver a que olía. Se desabrochó la camisa y empezó a amamantar al niño, sonriendo. La Inmilla daba palmas y me ofrecía sus juguetes. Yo también quise.

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